El sentido del progreso según Miguel Delibes

A muchos de ustedes, el nombre de Miguel Delibes debe de sonarles aunque solo sea a leve rumor de lluvia de otoño. Para los lectores de mi generación, y para los de la generación que me precede, Delibes es una figura siempre presente al tiempo que sumamente discreta.

Miguel_Delibes

En Delibes, hombre y escritor forman un todo indivisible tan estrechamente ligado a su tierra, Castilla, que resulta imposible entender al uno sin el otro, ni a ambos sin su relación con ese paisaje al que siempre fue fiel. La tierra es, en las obras de Delibes, el protagonista principal. «En todas ellas se desprende un profundo humanismo» que puede resumirse «en una fidelidad y defensa a ultranza del hombre integrado en la naturaleza o relacionándose con ella en un plano de concordia».*

Por ello, no resulta del todo asombroso, aunque chocara a muchos, que con motivo de su ingreso en la Real academia de la lengua en mayo de 1975, su discurso revistiera la forma de un grito de alarma, de un llamado a la cordura, ante la devastación y el saqueo a la que el género humano estaba sometiendo al planeta que le acoge. Atrevimiento que Delibes justifica con estas palabras de introducción:

“¿Por qué no aprovechar este acceso a tan alto auditorio para unir mi voz a las protestas contra la brutal agresión a la Naturaleza que las sociedades llamadas civilizadas vienen perpetrando mediante una tecnología desbridada?”

Salvando distancias, su propuesta de defensa medioambiental es hoy en día de candente actualidad, poniendo en evidencia nuestra incompetencia a la hora de poner freno, en tanto que especie, a nuestro propio suicidio colectivo. Valga como botón de muestra este extenso párrafo en el que Miguel Delibes desvela el sentido de su libro Parábola de un náufrago:

“En esta fábula venía  a sintetizar mi más honda inquietud actual, inquietud que, humildemente, vengo a compartir con unos centenares – pocos – de naturalistas en el mundo entero. Para algunos de estos hombres la Humanidad no tiene sino una posibilidad de supervivencia, según declararon en Manifiesto de Roma: frenar su desarrollo y organizar la vida comunitaria sobre bases diferentes a  las que hasta hoy han prevalecido. De no hacerlo así, consumaremos el suicidio colectivo en un plazo relativamente breve.

Su razonamiento es simple. La industria se nutre de la Naturaleza, y la envenena y, al propio tiempo, propende a desarrollarse en complejos cada vez más amplios, con lo que día llegará en que la Naturaleza sea sacrificada a la tecnología. Pero si el hombre precisa de aquella, es obvio que se impone un replanteamiento.

Nace así el Manifiesto para la supervivencia, un programa que, pese a sus ribetes utópicos, es a juicio de los firmantes, la única alternativa que le queda al hombre contemporáneo. Según él, el hombre debe retornar a la vida en pequeñas comunidades autoadministradas y autosuficientes, los países evolucionados se impondrán el «desarrollo cero» y procurarán que los pueblos atrasados se desarrollen equilibradamente sin incurrir en sus errores de base.

Esto no supondría renunciar a la técnica, sino embridarla, someterla a las necesidades del hombre y no imponerla como meta. De esta manera, la actividad industrial no vendría dictada por la sed de poder de un capitalismo de Estado ni por la codicia veleidosa de una minoría de grandes capitalistas. Sería un servicio al hombre, con lo que automáticamente dejarían de existir países imperialistas y países explotados. Y, simultáneamente, se procuraría armonizar naturaleza y técnica de forma que ésta, aprovechando los desperdicios orgánicos, pudiera cerrar el ciclo de producción de manera racional y ordenada. Tales conquistas y tales frenos, de los cuales apenas se advierten atisbos en los países mejor organizados, imprimirían a la vida del hombre un sentido distinto y alumbraría una sociedad estable, donde la economía fuese el eje de nuestros desvelos y diese preferencia a otros valores específicamente humanos”.

Puedes acceder al discurso completo de Miguel Delibes aquí.

Te animamos también a que leas algunos de sus libros más memorables, como La sombra del ciprés es alargada, Los santos inocentes, El camino o Las ratas.

*GARCIA DOMINGUEZ, Ramón:  “Miguel Delibes, un hombre, un paisaje, una pasión”. Ediciones Destino. Barcelona, 1985.

 

De libros y delirios.

Día Mundial del Libro y de los Derechos de Autor.

Foto de Eneas de Troya Creative Commons License

La figura de mi abuelo paterno sentado en la salita de casa, de espaldas a la ventana del patio, leyendo desde el amanecer hasta el mediodía el periódico y desde la sobremesa hasta el anochecer las páginas de un de sus libros es, quizás, una de las imágenes más queridas y entrañables de cuantas conservo de mi infancia.

Recuerdo, sobre todo, un libro; un mamotrético infolio encuadernado en plena pasta española patinada por el tiempo, lustrosa de tan acariciada por unas manos que ya debieron soportar, en el pasado, otras cargas de más etérea pesadez contra las que su reiterada lectura debió constituir un placentero refugio. Esa Historia de Los Estados Unidos de América escrita por César Cantú, publicada por Gaspar y Roig en 1870 es, cuarenta y tres años después de la desaparición física de mi abuelo, uno de los más importantes inductores de los recuerdos asociados a su figura y a los momentos que vivimos juntos.

Navegamos hoy en las aguas turbulentas de una época delirante en la que la realidad del libro se redefine y se reinventa. 

El abandono progresivo del papel como soporte primordial de la palabra escrita parece prometer, y promete, una época gloriosa marcada por el advenimiento de una democratización creciente en el acceso a la escritura (de libros) y a la lectura (de esos mismos libros). Aquellos que producen, que crean e inventan esas combinaciones de ideas y palabras que, revistan la forma que revistan, seguiremos llamando novela, ensayo, cuento, poema…, seguirán estando ahí, detrás de la pantalla de nuestro lector digital, más etéreo, eso sí, tan impalpables como los pensamiento surgidos de la sinergia de la neuronas de sus respectivos cerebros.

Cabe esperar que la influencia de las nuevas tecnologías no termine disipando del todo esas inclinaciones, tan humanamente fetichistas, que sigan haciendo lícito pensar en el libro como en el ídolo material de la devoción de nosotros los lectores. Los libros en papel hablan de sus dueños, de aquellos a los que vimos afanarse en su lectura y de aquellos otros a los que solo nos es dado intuir a partir de las trazas más o menos tenues que en ellos dejaron con intención o por simple descuido. Un libro es memoria y, de uno u otro modo, el Día Mundial del Libro es el día Mundial de la Memoria.

¡El próximo 23 de abril, celebra la memoria celebrando el Día Mundial del Libro y de los Derechos de Autor!

Texto: Francisco Hermosín

Algunas cualidades de nuestros amigos los libros.

Gran amante de los libros, Francisco Rodriguez Marín destacaba algunas de las cualidades del libro en un artículo titulado Apología del libro. Originalmente publicado en el periódico español ABC allá por los años treinta del pasado siglo, sería reeditado en 1943, junto con otras reflexiones relacionadas con los libros y la lectura, en un pequeño folleto titulado, como no podía ser de otro modo, De libros.

He aquí alunas de ellas:

  • El libro es siempre discreto: ¡jamás se entromete a dar consejo a quien no se lo pide! Al revés de lo que ocurre con muchas personas, que van por ahí arreglando el mundo cuando no son capaces de poner orden en su propia casa.
  • El libro nunca adula ni lisonjea a quien le interroga, como decía el rey Don Alfonso de Aragón, quien, preguntándole que consejeros consideraba más útiles, respondió sin vacilar: “Los libros”.
  •  Los libros, al contrario que los vicios, que esclavizan al que a ellos se entrega, hacen libre, moral y aun materialmente, a quienes los trata con fervor y perseverancia.
  •  Los libros son, a la par, comida que satisface y no harta: unos enseñan a vivir; otros enseñan lo que se ha de vivir.
    Así como para las enfermedades corporales hay altísimo número de medicinas, también hay muchas y muy eficaces para los males del espíritu: su botica son los buenos libros.
  •  Los libros son gran riqueza y exquisito deleite aun para las personas más desamparadas por la fortuna; y siendo de aquellos en que lo útil y lo dulce viven felizmente concertados, su lectura bastará para hacerles agradable la vida,

Resumiendo, y como decía Edmundo de Amicis, “una casa sin libros es un jardín sin flores”. Sin flores y sin frutos: porque en los libros, como en los naranjos, conviven simultáneamente el maduro y vitaminoso fruto y la flor de azahar con su fragante olor.

No está solo, sino muy bien acompañado, quien tiene abierto entre las manos un buen libro.

Encuentra ese libro amigo entre los miles de títulos de los que disponemos en Las Américas.

Llévalo contigo en tus vacaciones, en tus paseos al parque, en tus viajes en metro o en autobús, en tus visitas a la cafetería de la esquina, y déjale contarte sus más íntimas confidencias. Al pasar la última página te acabarás preguntando: ¿cómo es posible que hayamos tardado tanto en conocernos lindo como eres y tan lleno de cualidades?

¿Qué libro ha sido para tí inolvidable?

¡Déjanos tu sugerencia!

Francisco Rodriguez Marín: Apología del libro. En “De libros. Cinco artículos de Francisco Rodriguez Marín”. Imprenta de Prensa Española S.A. Madrid 1943

De lo esotérico de la literatura

El azar, la pura coincidencia, ¿resultan suficientes para explicar ciertos hechos de carácter extraordinario? ¿Habría que achacar estos a la orquestada conjura de una serie de elementos que escapan en todo punto a nuestra comprensión? ¿O puede que, como dijera Paul Eluard, “el azar no existe y tan solo se producen encuentros”? Sea como que fuere, y a pesar de mi formación eminentemente racional, en estos momentos cruciales no puedo sino manifestar mi asombro ante el instante y manera en que el escritor francés de entre-guerras Louis Théodore Telvar hubo de revelarse a mi interés.

2003, año en el que la oposición entre Marte y la Tierra llegó a ser la más intensa desde que el hombre constata este tipo de fenómenos, también fue aquel en el que, por mi parte, manifesté una particular atracción por el planeta rojo. Todo comenzó en la librería Amon-Ra-Tissait, una de tantas librerías de viejo montrealesas a las que solía acudir con ánimo de adoptar alguno de los libros que, por orfandad o abandono de sus dueños, esperan en estos asilos de cultura la venida de aquel dispuesto a librarlos del olvido, a rescatarlos para, de tal manera, hacerles ocupar la plaza que por eméritos y honorables de sobra merecen.

En un principio, el volumen no me pareció lo suficientemente atractivo. Su autor, un tal Odin Riendeau, no evocó en mi mente el recuerdo de pasadas lecturas y su título, La vida en Marte, permitía conjeturar que quizás me encontrase frente a una de esas historias de seres extraterrestres con las que se embauca a lectores poco críticos o se complace y entretiene a los incondicionales del mito marciano. Allí quedó, en la cárcel acristalada de una vetusta vitrina, aguardando una próxima visita para insinuarse de nuevo si al fin lograba que el aprendiz de bibliófilo que entonces era se resolvía a tomarlo entre sus manos y a explorar entre sus entintadas entrañas. Esto no habría de ocurrir sino meses más tarde y, aun así, no debió parecerme lo bastante seductor cuando, después de unos largos minutos sembrados de dudas, volví a depositarlo, delicadamente bien alineado, entre sus compañeros de infortunio.

Sea como fuere, mi decisión de adquirirlo antecedió en mucho a la mediatización de la que fuera objeto el perfecto alineamiento entre los dos planetas vecinos y, en particular, de la machacona insistencia con la que los noticieros del mundo entero advirtieron de la inminente llegada al planeta rojo de una batería de sondas espaciales e ingenios de exploración cuyo objetivo era, entre otros, el de descubrir las trazas de una vida pasada.

En el mes de mayo La vida en Marte se constituía en uno más de mis inquilinos impresos y su anfitrión acababa sabiendo que Odin Riendeau, vicario mayor de Sellenes y durante años director del observatorio astronómico de esta localidad, no solo fue un eminente astrónomo cuyos trabajos tuvieron una importancia capital para el conocimiento del planeta Marte, sino que, además, llevó a cabo una intensa labor divulgativa cuyo más próximo parangón podríamos encontrarlo en las personas de Karl Slogan o Isaac Guimauve. Partiendo de la hipótesis de que la vida en el exterior de la Tierra es una posibilidad más que remota, Riendeau se ve forzado no obstante a admitir que las observaciones, medidas y experiencias llevadas a cabo en los últimos años tan solo permitían presumir la presencia de una vida rudimentaria del tipo de algas y líquenes, de una especie de tundra, y que la Humanidad habría de esperar a disponer de instrumentos de observación más potentes y fiables, así como del trabajo de las futuras generaciones de astrónomos, antes de poder concluir sobre tan espinoso asunto.

No mucho después, a principios del mes de julio, cuando me encontraba disfrutando de unas breves vacaciones que decidí pasar plácidamente instalado en la soleada terraza de la que estaba provisto el nuevo apartamento al que acababa de mudarme, habría de producirse mi primer contacto con la obra de Louis Théodore Telvar. El encuentro tuvo lugar en la librería Les héros du livre, de la que era propietario el poeta y filósofo de la llamada “Revolución inquietante” Édouard Brochure, particular individuo cuya personal impronta resultaba patente tan pronto como se traspasaba el umbral de su comercio. Con anterioridad, tan solo en tres o cuatro ocasiones mis pulsiones librescas me habían conminado a penetrar en aquel lugar, y esto después de no hallar nada satisfactorio en mí peregrinar por las restantes librerías de viejo del barrio. Y es que el señor Brochure y sus amigos tertulianos, que tenían a bien convocar concilio bajo la atenta mirada de sus desvencijados volúmenes, compartían el pernicioso hábito del consumo de tabaco y de otras hierbas fumables cuya combustión enrarecía el ambiente a un punto tal que el aire contenido en el local resultaba poco menos que irrespirable. Baste leer, para hacerse una idea aproximada, el capítulo titulado Las nieblas del Capudre de la magnífica novela de Luís Mateo Díez Las fuentes de la edad. En el curso de aquella última sesión de exploración decía, entre anaqueles cubiertos de una añeja pátina de polvo y nicotina, dos volúmenes encuadernados a la holandesa fijaron mi mirada. Se trataba de La bella de veraneo y de Los patanes del espacio, escritos ambos por Telvar a principios de los años veinte y editados en Valenciennes por Edgard Malaferro dentro de su simpática colección de la Bibliothèque du porc-épic.

¿Quién era ese Louis Théodore Telvar del que nada había sabido hasta entonces y que, según figuraba en la bibliografía contenida en ambos volúmenes, contaba con una amplia producción literaria repartida en géneros tan dispares como la poesía, la ciencia ficción (en francés se emplea el término anticipación, más amplio y menos peyorativo), la novela, el ensayo, la divulgación científica, la crítica literaria y, no menos importante, la traducción en lengua francesa de autores de renombre internacional como Stevenson, Kipling, Jerome K. Jerome o Pearl S. Buck?

Mi predilección por el cuento me llevó a adquirir, en primer lugar, La bella de veraneo, cuyas páginas devoré una tras otra antes de finalizar el día. La claridad del discurso narrativo, su léxico rico y maravillosamente imbricado, la profusa descripción del alma y los sentimientos profundos de los personajes, unido al espacio en el que transcurre la acción de la mayor parte de las historias, el Mediterráneo de la antigüedad clásica, causaron en mí tal impacto que, sin más dilación, al día siguiente trataba de obtener el máximo de información sobre tamaño narrador.

Estoy convencido de que de haber accedido a ella fácilmente mi naciente interés no hubiera llegado más lejos. Las pocas noticias que logré reunir haciendo uso de Internet, esa caja de Pandora siempre útil, eran más bien pobres y, sobre todo, lejos de responder a mis preguntas, abrían la puerta a nuevos e innumerables interrogantes. Los retazos biográficos aparecidos en el número 17 de la revista de lo fantástico El codo del Atlante presentaban a un Telvar de escritura polifacética y con rasgos de personalidad propios de un ser extraordinario como extraordinarias parecían haber sido su labor creadora y su propia vida. Gran consumidor de sustancias estupefacientes, se le reconocía también un importante rol en tanto que pionero de la ciencia ficción francesa, en la que su opus La pompa marciana, compuesta de los volúmenes Los patanes del espacio y Los condenados de la Tierra, habría de ocupar un lugar privilegiado. Así, si el vicario Riendeau nos permite viajar hasta Marte haciendo uso de las lentes de su telescopio, Louis Théodore Telvar, con pleno dominio de su rica prosa, decide transportar los Marcianos a la Tierra haciéndolos desembarcar de sus naves-torpedo después de haber bombardeado intensamente nuestro planeta en un intento por destruir la civilización que, tras miles de años de paciente y sabia evolución tecnológica, los seres humanos habíamos llegado a desarrollar.

¿El nexo entre ambos? Louis Théodore Telvar, científico autodidacta en el más amplio sentido enciclopedista y autor de un muy interesante manual de astronomía, no podía por menos que encontrarse al corriente de los trabajos de una eminencia en la materia como lo era Odin Riendeau. Así, emplea la figura del vicario de Sellenes para construir la identidad del personaje que a lo largo de toda la trama de La pompa marciana se encontrará al frente del mermado grupo de humanos que trata de escapar a la catástrofe para acabar convirtiéndose en depositario y defensor de los valores morales y los conocimientos científicos que, en un incierto futuro, habrían de servir para la sentar las bases de la nueva Humanidad redimida.

Este último aspecto, claramente constatado tras un pormenorizado estudio de Los condenados de la Tierra, pone bien de manifiesto ese halito de particular misterio que desde un principio ha venido caracterizando la manera en que el gran secreto de Louis Théodore Telvar hubo de serme revelado. El círculo cuyo trazado fue abierto por el descubrimiento de la obra de Riendeau, que continuaría definiéndose más tarde debido al fenómeno de oposición entre Marte y la Tierra y la adquisición de Los patanes del cielo, acabaría cerrándose definitivamente gracias a la inclusión del vicario de Sellenes en la que una parte de la crítica científica francesa consideró como la obra por excelencia de Louis Théodore Telvar, me refiero a La pompa marciana. Esto no fue, no obstante, sino el principio. Ahora, el final está próximo. Los marcianos están a punto de descubrirme agazapado en mi escondrijo. Presa de sentimientos contradictorios, la añoranza de aquellos entrañables momentos de ávida y plácida lectura en la terraza de mi apartamento se desvanece ante el terror de ver mi mundo sometido a la sádica férula de esos seres diabólicos venidos del infierno rojo. La Gran Profecía se acabará cumpliendo después de todo en estas postrimerías de 2012. ¿Cómo no fui capaz de verlo antes? Los libros… Los libros… Todo estaba en los libros…